La responsabilidad del arquitecto

En Boletín informativo (Fundación cultural COAM)nº6, octubre 1992

En momentos en que nuestra organización corporativa está en revisión y se juzga conveniente la competencia abierta y libre en el ejercicio de la arquitectura, es necesario hacer comprender que esta competencia, de la que soy partidario, debe dirigirse hacia la calidad y eficacia del servicio, no hacia una rebaja a la puja de honorarios. Es preciso hacer comprender que un porcentaje de un 7 a un 8 % para arquitecto y aparejador, por un trabajo que incluye proyecto completo con estructura, instalaciones, mediciones y valoraciones, más dirección y liquidación de la obra, no son altos, sino más bajos de lo que sería preciso para un trabajo medianamente bien hecho. Convendría también hacer saber, con cifras, que en países de nuestro entorno, donde existe una competencia más libre, la suma total de honorarios que gravan el coste de la obra es considerablemente mayor. Por ello pensar que con una competencia de honorarios a la baja se resuelve el problema de abaratar la construcción es un espejismo falaz.

Soy partidario, como digo, de una competencia libre y abierta, prueba de ello es que a lo largo de mi vida profesional me he presentado a más de cien concursos; pero me interesa una competencia noble hacia la calidad y el debate cultural, no una mezquina rebaja de honorarios.

Pero además de estas consideraciones dirigidas a la sociedad en su conjunto, se hace precisa una reflexión de los arquitectos hacia su propio interior: Una severa autocrítica.

Debemos empezar por entender que aunque la arquitectura es un Arte, una de las tres Nobles Artes, el arquitecto no es un artista libre, ni un “diletani filosófico”; en último término es un técnico al que se encomiendan recursos siempre escasos y su deber es darles el mejor y más eficaz empleo.

En modo alguno esto excluye el arte y la aspiración y voluntad estética, que es la esencia misma de la arquitectura, pero limita los términos en que la profesión debe ser ejercida. En ese sentido la arquitectura no es un arte libre.

Siempre he pensado que el arquitecto – como decíamos – debe dar empleo a los recursos que se le encomiendan con economía y arte.

Sin embargo, existe entre los arquitectos y la sociedad una brecha que se hace cada vez más ancha y profunda. Por primera vez en su larga historia existe una total falta de entendimiento entre la arquitectura “culta” avalada por la crítica y difundida por revistas, y el sentimiento general de la sociedad, absolutamente desorientada.

Arquitectos de “élite”, revistas de arquitectura y crítica, tienden a crear un círculo cada vez más cerrado y excluyente, reservado a minorías iniciadas y selectas, absolutamente indiferentes a las necesidades reales y el sentimiento general del hombre de la calle. Así la brecha de incomprensión se hace cada vez más infranqueable.

Hay una gran dosis de frivolidad a nivel internacional. He oído decir a un arquitecto muy influyente y de moda entre las vanguardias, que para él una obra que tuviera valor gratificante y de utilidad, dejaba de ser arquitectura.

Hemos de asumir nuestra responsabilidad; frente a un mundo en el que domina la pobreza, existen países ricos y dentro de ellos capas sociales muy ricas; ambiente en el que se producen refinamientos culturales y también caldo de cultivo del capricho y la frivolidad. Su poder de seducción es grande, ellos imponen las modas, pero en muchos casos sus productos son novedosos productos de lujo, difícilmente generalizables, que encuentran, sin embargo, una amplia y fácil difusión, ofreciéndose como el último aroma de una “alta y sofisticada cultura”, y su influencia se propaga con la rapidez del fuego hasta los últimos rincones, siendo especialmente sensibles las Escuelas de Arquitectura. Son modas efímeras que se suceden fugazmente, pero la desorientación y los estragos que producen son duraderos.

Ya dijo quien tenía autoridad para ello, que no es posible inventar una nueva arquitectura todos los lunes.

A lo largo de la historia siempre existió una coherencia y entendimiento entre la arquitectura y la sociedad de su tiempo. Los templos griegos, las catedrales góticas, los grandes edificios y trazados del renacimiento o del barroco, los palacios neoclásicos… eran obras admiradas y sentidas como propias, y contra lo que podría esperarse de sociedades más estratificadas, la permeabilidad y comunicación entre sus distintas capas producía un rico trasvase de influencias recíprocas, un encuentro de gran vitalidad creadora entre lo culto y lo popular.

Hoy esto no existe. El club de la “alta cultura” arquitectónica es un club muy restringido y aislado, y la arquitectura se escinde en dos mundos separados: La arquitectura “culta” cada vez más distante, y la arquitectura comercial e inculta – sin entrecomillar – hecha exclusivamente con fines de lucro.

En medio, la tierra de nadie; el campo difícil en que deben situarse los verdaderos arquitectos.

Madrid, 5 de octubre de 1992

Julio Cano Lasso